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sábado, 22 de octubre de 2011

Experimentos que mejor no se vuelvan a repetir

  • El gran hermano de los "Jesucristos"

En 1959, el psicólogo social Milton Rockeach intentó poner a prueba el autoengaño, juntando a tres pacientes esquizofrénicos que se creían Jesucristo, y haciéndoles vivir juntos durante dos años.

Las conversaciones que se podían oír en la institución psiquiátrica eran de lo más surrealistas.

Uno decía: "¡Debes adorarme!"

Otro respondía: "No te adoraré. ¡Eres una simple criatura! Mejor vives tu propia vida y despiertas a la realidad".

A menudo, lejos de ofrecer la otra mejilla, los tres jesucristos acababan emprendiéndola a golpes entre sí. Algo, por otro lado, lógico en enfermos de esquizofrenia.

Sin embargo, para muchos, el peor de todos era el propio doctor Rockeach, quien en su afán de manipular a los sujetos de su experimento, llegó a hacerse pasar por la alucinación amorosa de uno de los tres cristos, llamado León.

Rockeach mandaba cartas de amor a León haciéndose pasar por Madame Yeti Woman, su supuesta mujer a la que el enfermo imaginaba como descendiente de una india y una rata del desierto, y que medía 2 metros de alto y pesaba 100 kilos.

El doctor enviaba instrucciones a León a través de las cartas de amor para que este cantase himnos religiosos durante las reuniones, o para que fumase alguna marca de tabaco en concreto.

León rompía a llorar de emoción cada vez que recibía alguna carta de su amor. Sin embargo, cuando la carta le pidió que cambiase de nombre, el enfermo sintió que se estaba desafiando su "divina" identidad y estuvo a punto de divorciarse de su fantasía.

Finalmente Rockeach renunció a esa parte del experimento.

Tras aquellos dos años de estancia juntos, cada esquizofrénico seguía pensando que él era el único hijo de Dios verdadero. De hecho el psicólogo terminó convencido de que cada Jesucristo había interiorizado aún más su identidad tras haberse enfrentado a los otros dos.

Veinte años después de aquel experimento, Rockeach renunció a sus métodos y escribió: "Realmente no tenía derecho, ni siquiera en nombre de la ciencia, para jugar a ser Dios e interferir a diario con sus vidas".

Su experiencia de aquellos años quedó recogida en el libro de 1964 The Three Christ of Ypsilanti.

  • El torero "mental"

Este experimento se lo debemos al doctor español José Delgado, que en 1963 trabajaba como neurofisiólogo en la Universidad de Yale.

Delgado investigaba un nuevo tipo de terapia por electroshock que consistía en implantar pequeños cables y electrodos en el cráneo de los animales. Enviando pequeñas corrientes eléctricas a distintas partes del cerebro, el doctor inducía emociones y provocaba movimientos corporales.

Intentaba así variar el estado mental del paciente, con la intención de calmar a los agitados y animar a los depresivos. Para ello desarrolló un chip que podía insertarse en la cabeza del paciente al que llamó "stimoceiver".

Podía controlarlo por control remoto, e implantó este dispositivo en gatos y monos, a los que hacía bostezar, pelear, jugar, emparejarse y dormir. Su interés particular era dominar la ira.

Llegó a colocar a un mono con malas pulgas (al que implantó un stimoceiver) en una jaula junto a otro mono más tranquilo, al que Delgado entregó el mando. Obviamente, el mono tranquilo aprendió enseguida que cuando tocaba el botón, su agresivo compañero se calmaba.

Delgado imaginaba una sociedad "psicocivilizada" en la que todo el mundo pudiera dominar sus tendencias autodestructivas apretando un botón.

Sin embargo su experimento más famoso tuvo lugar en su país. En 1965 Delgado se enfrentó en una plaza de toros a Lucero, un animal conocido por su fiereza al que el doctor había tenido la precaución de instalar un stimoceiver.

Cuando Lucero lo vio en la plaza, corrió hacia él con intención de embestirle. Pero entonces Delgado apretó el botón de su mando a distancia y el toro se paró de inmediato. Apretó de nuevo el botón y el animal empezó a dar vueltas en círculos.

El New York Times de la época saludó al experimento como todo un éxito, mientras que algunos neurocientíficos eran más escépticos. Sugerían que en lugar de calmar los instintos de agresión del toro, el dispositivo simplemente confundía su cerebro.

Tras la noticia varios extraños en los Estados Unidos acusaron a Delgado de haberles instalado un stimoceiver y de estar controlando sus pensamientos. La gente realmente temía aquella tecnología por lo que Delgado decidió regresar a España y dedicarse a otras ramas de la investigación.

Podemos imaginar la oposición a la que estos experimentos se enfrentarían hoy en día, y aunque ciertamente sus conclusiones ayudaron a que la ciencia avanzase, creo que todo el mundo estará de acuerdo en que algo así no debería volver a repetirse.

  • Solo en la oscuridad

En la década de los 60, en plena preparación para alcanzar la luna, los científicos se preguntaban cómo llevarían los humanos vivir confinados en espacios reducidos durante largos periodos. ¿Podríamos hacer frente al aislamiento extremo lejos de la luz solar?

Un joven geólogo francés de 23 años llamado Michel Siffre se decidió a encontrar una respuesta por sí mismo. Así que durante dos meses, en 1962, Siffre se adentró en una cueva bajo un glaciar subterráneo en los Alpes, y lo hizo sin reloj.

Dentro de la cueva, a temperaturas bajo cero y con una humedad del 98%, Siffre sufrió de hipotermia, pero logró permanecer en esas horribles condiciones 63 días bajo tierra. En una ocasión bordeó la locura y comenzó a cantar y a bailar sin sentido. Aparte de eso, todo fue relativamente normal.

Al no contar con formas de distinguir el día de la noche ni con reloj, cuando Siffre salió de la cueva creía que era 20 de agosto, aunque en realidad estaba a 14 de septiembre. Había perdido la noción del tiempo.

Siffre contaba con un teléfono en la cueva, que empleaba para llamar a sus asistentes cuando despertaba, cuando comía y cuando se iba a dormir. Curiosamente, su ciclo vital no difería demasiado del que tendría siendo esclavo del reloj. Un día promedio para Siffre duraba un poco más de 24 horas. Gracias a su trabajo, descubrimos que los seres humanos tenemos una especie de reloj interno.

No contento con la experiencia, Siffre decidió volver a usarse a sí mismo de cobaya y 10 años más tarde, en un experimento patrocinado por la NASA, se metió en una cueva texana durante seis meses. Comparada con la cueva de los Alpes, la de Texas era caliente y lujosa, aunque tenía que llevar puestos unos incómodos electrodos en la cabeza para monitorizar sus constantes vitales.

Los dos primeros meses fueron sencillos. Realizaba experimentos, exploraba la cueva y oía música. Sin embargo en el día 79, su cordura empezó a resquebrajarse. Después de que su tocadiscos se estropease y que el moho estropease sus revistas y material científico, el francés llegó a pensar en suicidarse.

Durante un momento, encontró el consuelo en un ratón que de vez en cuando hurgaba en sus provisiones. Pero cuando Siffre intentó atraparlo con una cacerola para hacerlo su mascota, lo mató accidentalmente. En su diario dejó escrito: "La desolación me abruma".

Justo cuando el experimento se acercaba a su final, una tormenta envió una descarga a través de los electrodos que alcanzó su cabeza. El dolor era insoportable, pero la depresión tenía tan embotada su mente que sufrió tres descargas más antes de decidirse a desconectar los cables.

Una vez más, el experimento de la cueva de Texas dio buenos resultados. Durante el primer mes, Siffre tenía ciclos regulares de sueño-vigilia, que eran un poco más largos de 24 horas. Pero después de eso, sus ciclos comenzaron a variar aleatoriamente entre 18 y 52 horas.

Su descubrimiento impulsó el interés en lograr formas de inducir ciclos sueño-vigilia más largos en humanos, algo que beneficiaría potencialmente a soldados, submarinistas y astronautas.

  • Por amor a los delfines

En 1958 tuvo lugar el que tal vez haya sido el experimento más extravagante de la historia reciente de la ciencia. Su propósito era el estudio de la inteligencia de los delfines, y su instigador fue el neurocientífico John C. Lilly.

Mientras trabajaba en las Islas Vírgenes, Lilly quiso saber si los delfines podían hablar con los humanos. En aquel momento, la teoría en boga sobre el desarrollo de nuestro lenguaje sostenía que los niños aprenden a hablar gracias al contacto constante y cercano con sus madres, así que Lilly quiso aplicar el método a los delfines.

En 1965, durante 10 semanas, una joven investigadora que trabajaba con Lilly, llamada Margaret Howe, convivió con un delfín llamado Peter.

Para hacer la experiencia más humana al cetáceo, ambos vivieron en una casa de dos habitaciones parcialmente inundada, para que pudieran compartir hábitat. Peter podía nadar y Margaret podía caminar de una a otra habitación. Ambos interactuaban constantemente. Comían, dormían, trabajaban y jugaban juntos.

Margaret dormía en una cama empapada de agua salada, y empleaba un escritorio flotante para trabajar, por lo que su compañero de habitación podía interrumpirla cuando quisiera. Pasaba horas jugando a la pelota con Peter animándolo a hacer ruidos "humanoides" e intentando enseñarle palabras simples.

El tiempo fue pasando y pronto quedó claro que Peter no buscaba una madre, sino una novia. El delfín dejó de interesarse por las lecciones, y empezó a cortejar los pies y piernas de su acompañante femenina.

Si Margaret no le correspondía, se volvía violento y empleaba su morro y aletas para golpearle las espinillas. Durante un tiempo, la científica empleó botas de agua y una escoba para defenderse de las agresiones de Peter, pero pronto le permitió realizar visitas conyugales a otros delfines.

John C. Lilly y su equipo de investigación, estaban preocupados pensando que si Peter pasaba mucho tiempo con los de su especie, pronto olvidaría lo que había aprendido con los humanos, así que no pasó demasiado tiempo antes de que el delfín regresase a la casa semi-inundada.

Lo que no esperaban es lo que pasó después. Peter regresó intentando cortejar a Margaret cambiando sus tácticas. Esta vez no intentó morder a su amiga, sino que comenzó a frotarle la pierna de arriba a abajo con su boca mientras le enseñaba sus genitales.

Sorprendentemente, la estrategia funcionó y Margaret comenzó a frotar el pene en erección del delfín. No es de extrañar que desde ese momento el delfín comenzase a cooperar mucho más en sus lecciones de idiomas.

Descubrir que un humano puede satisfacer las necesidades sexuales de un delfín fue el mayor avance entre especies, pero el doctor Lilly aún creía que los delfines podían aprender a hablar si se les daba el suficiente tiempo. Secretamente esperaba llevar a cabo un estudio de un año de duración con Margaret y otro delfín, pero sus planes se truncaron por ser demasiado caros.

No contento con su experiencia, Lilly trató que los delfines hablaran "a las bravas", dándoles LSD. A pesar de sus informes sobre los "buenos viajes" de los delfines, su reputación en la comunidad científica se fue al traste, y en poco tiempo perdió los fondos federales para sus investigaciones. ¡Afortunadamente para los delfines!

  • Cosquillas enmascaradas

En 1933, Clarence Leuba, profesor de psicología de una universidad en Ohio, convirtió su casa en escenario y a su hijo en sujeto de un ambicioso experimento que buscaba determinar si la relación entre las cosquillas y la risa era producto de un aprendizaje social o si correspondía a un reflejo completamente natural.

Era imprescindible contar con la colaboración de su esposa y de todos los adultos cercanos al bebé para que no recibiera cosquillas, y mucho menos acompañadas de risas, durante la investigación. El hogar de los Leuba se convirtió en una zona-libre-de-cosquillas, excepto durante las sesiones experimentales de cosquillas-libres-de-risas. Leuba cubría su rostro con una mascarilla de 30 cm, para prevenir cualquier expresión o la fuga de una sonrisa mientras movía los dedos rápidamente por las axilas, costillas, barbilla, cuello, rodillas y pies de «R. L. Masculino», nombre experimental de su hijo.

Todo marchaba bien hasta el 23 de abril de 1933, día en que su esposa le confesó que en una ocasión, después de bañar al bebé, comenzó a mecerlo con las manos bajo los brazos, riendo y cantándole. No queda claro si esta intervención fue suficiente para arruinar el experimento, pero a la edad de siete meses «R. L. Masculino» reía a carcajadas cuando le hacían cosquillas.

Para no dejar lugar a conclusiones espurias, el espíritu científico de Leuba lo llevó a repetir el experimento en 1936, esta vez con su hija recién nacida, a quien llamó «E. L. Femenino». A los siete meses, la niña reía a carcajadas cuando le hacían cosquillas. Después de tres años de investigación, Leuba concluyó que la risa es una respuesta innata a las cosquillas.

  • El método: beber vómito

¿Por qué la fiebre amarilla se transmite masivamente en verano y se extingue en invierno? Stubbin Ffirth tenía la teoría de que la fiebre amarilla no era una enfermedad contagiosa sino que proliferaba por condiciones externas.

Para probar su punto comenzó a abrirse heridas en la piel y aplicarles vómito infectado de fiebre amarilla: no contrajo la enfermedad. Tomó un sauna con vapores de vómito negro: no contrajo la enfermedad. Comenzó a tomar el vómito infectado en cápsulas preparadas por él mismo: no contrajo la enfermedad, pero pudo afirmar que «el sabor era un poco ácido». Al final, bebió el vómito directamente, puro, sin diluir, directo de la boca del paciente: no contrajo la enfermedad. Ffirth probó con otros fluidos: sangre, saliva, sudor, orina; después de 1.804 pruebas concluyó, de manera aparentemente irrefutable, que la fiebre amarilla no era contagiosa.

Hoy está claro que a pesar de haberse abierto heridas, haber tragado vómito y haberse untado de orina, Ffirth llegó a una conclusión equivocada. La fiebre amarilla sí es contagiosa pero sólo a través de contacto directo con el torrente sanguíneo por la picadura de un mosquito.

  • Lázaro, levántate y ladra

Robert Cornish, investigador de la Universidad de Berkeley en los años treinta, creía haber descubierto un método para revertir la muerte. Se trataba de mecer los cadáveres para que circulara la sangre, al tiempo que les inyectaba una mezcla de adrenalina y anticoagulantes. Cornish probó su método en cuatro perros fox terrier, a los cuales llamó Lázaro.

Primero asfixió a cada uno de los perros y, después de 10 minutos de estar muertos, los sometió al procedimiento: los dos primeros no regresaron, pero los Lázaros 3 y 4 volvieron de la muerte entre ladridos débiles, temblando, ciegos y con daño cerebral severo. Mientras que los dos primeros ejemplares fueron arrojados a la basura, Lázaro 3 y 4 vivieron varios meses como mascotas, tiempo durante el cual –según los reportes– fueron vistos con terror por los demás perros.

Después de múltiples ajustes, en 1947 Cornish trató de replicar su experimento en humanos. Thomas McMonigle, prisionero condenado a muerte, se ofreció como conejillo de indias, pero –después de múltiples deliberaciones– el estado de California se negó a autorizar el experimento. Aparentemente, les preocupaba que si McMonigle regresaba a la vida tendrían que liberarlo.

  • Elefante en ácido

En 1962, Warren Thomas, Lincoln Park, Louis West y Chester Pierce trataron de responder a la ineludible pregunta: ¿qué le pasa a un elefante que consume LSD?

Para hallar la respuesta inyectaron 297 mg de la sustancia en el lomo de un elefante llamado Tusko. La dosis, 3.000 veces lo que un humano puede consumir normalmente, produjo en el elefante el efecto de un golpe contundente. Tusko dio un par de vueltas sobre sí mismo agitando la trompa caóticamente antes de caer al piso. Los científicos trataron de revivirlo con antipsicóticos, pero el elefante murió una hora después de haber sido inyectado.

En sus conclusiones, Thomas y Park registraron que «parece que los elefantes son altamente sensibles a los efectos del LSD». Ante las reacciones adversas de la comunidad científica, West y Pierce sostuvieron que ellos habían probado el alucinógeno previamente con resultados satisfactorios.

  • Por favor, abrochen sus cinturones

A comienzos de los sesenta, 10 soldados tomaron un avión en la base militar Hunter Ligget en California. Se trataba de una aparente rutina de entrenamiento. El avión alcanzó los 1.500 metros de altura, se inclinó hacia un lado y comenzó a caer dramáticamente. El piloto advirtió la emergencia desde la cabina: «Perdimos un motor y el tren de aterrizaje no funciona. Trataré de hacer un aterrizaje de emergencia en el océano. Por favor, prepárense».

Los soldados no lo sabían pero estaban siendo sujetos –víctimas– de un experimento para evaluar la degradación comportamental bajo estrés psicológico; específicamente, bajo el estrés producido por la inminencia de la muerte.

Al descenso turbulento, comandado por el piloto, se sumó una nueva variable estresante: debían llenar un formulario con información para la aseguradora, en caso de muerte. Los soldados comenzaron obedientemente a llenar las casillas del formulario –actividad suficientemente estresante por sí misma en condiciones normales–, cuyas preguntas habían sido redactadas de manera especialmente confusa. Cuando el último soldado terminó, el avión regresó a su curso normal, mientras el piloto les gritaba que sólo había sido una broma.

Los soldados del experimento cometieron un número de errores significativamente superior al de un grupo de control que llenó el mismo formulario en tierra. Una réplica posterior del experimento fue arruinada por uno de los sujetos experimentales del primer grupo que escribió en la bolsa para vómito de su asiento: «Es un experimento, no se dejen asustar».

  • Vida sexual de los pavos

Durante una investigación sobre el comportamiento sexual de los pavos, Martin Schein y Edgar Hale descubrieron que la respuesta sexual de los pavos machos ante la presencia de una réplica de una hembra es tan alta como ante un espécimen real del sexo opuesto. Como producto de esta inquietante conclusión, decidieron indagar acerca del mínimo estímulo capaz de excitar a un pavo.

Para esto hicieron varias observaciones de la reacción de los pavos al ir extrayendo miembros del modelo femenino: las patas, las alas, el resto del cuerpo, hasta dejar sólo la cabeza; aparentemente, les excitaba más una cabeza sin cuerpo que un cuerpo sin cabeza; la explicación posible es que en el momento del coito el pavo macho, mucho más grande que la hembra, la cubre completamente con su cuerpo y sólo alcanza a ver su cabeza.

El experimento continuó con la introducción de nuevas variaciones: los científicos probaron la respuesta ante diferentes cabezas, concluyendo que una cabeza recién cortada de una hembra puesta en un palo era lo que más les excitaba, después una cabeza disecada de macho y, por último, una descolorida y reseca cabeza de una hembra de dos años.

Es importante no olvidar que los resultados de estudios del comportamiento sexual humano pueden llegar a ser tan interesantes como los de los pavos, tratándose de una especie con ejemplares como Thomas Granger, condenado a muerte en 1642 por tener sexo con un pavo.

  • Perros de dos cabezas

En 1954, el cirujano ruso Vladimir Demikhov cortó a un cachorro por la mitad y cosió su cabeza, cuello y patas delanteras al cuello de un pastor alemán adulto. El resultado fue una criatura de dos cabezas y seis patas –dos de ellas colgando inútilmente– que caminaba por los corredores del laboratorio con pasos pesados.

La prensa asistió masivamente a la exhibición de la criatura: las dos cabezas bebían de un tazón de leche ante las cámaras. Aunque el cachorro no necesitaba alimentarse, porque compartía el sistema circulatorio del pastor alemán, parecía disfrutar mojándose el hocico.

Las dos cabezas tenían experiencias sensoriales comunes: bostezaban y sentían hambre y calor al mismo tiempo. La única experiencia que no compartían era la incomodidad que sentía el pastor alemán de tener otra cabeza pegada a su cuello, cabeza que en ocasiones trataba de quitarse de encima rascándola con su pata trasera.

El perro de dos cabezas sólo vivió 6 días, pero durante los 15 años siguientes, Demikhov construyó otras 19 criaturas similares; la más longeva llegaría a vivir un mes antes de experimentar rechazo de tejido y morir. Los perros de dos cabezas de Demikhov eran considerados por los rusos como una prueba de su superioridad médica, mientras que la comunidad científica occidental llamaba a Demikhov «El Sputnik de la cirugía».

by PI

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