Vas ahí arriba y piensas: «Si esto se pone chungo, tengo balas para diez minutos». Al principio llevaba todo puesto, el chaleco con placas antibalísticas abrochado hasta arriba, el cuello para la metralla, el casco. Pasados unos días pensé: «Joder, si me dan, que me maten de una. Paso de quedarme aquí sufriendo como un perro». A todo esto te da tiempo a pensar cuando sales de patrulla de nomadeo: cinco días subido a la torreta con una [ametralladora] 12,60 en las manos y sin munición apenas”. No es el diálogo de Black Hawk derribado, lo cuenta un veterano de Afganistán, un chaval de 26 años que pasea por Jaca con vaqueros, una sudadera y tiene cara de buen tipo, que se confunde con la chavalería local. Los soldados enviados a Afganistán son jóvenes lanzados a un país en la Edad Media. Y su día a día es bastante penoso.
Este relato de Iván Portela da cuenta de muchas de las cosas que pasan allí, en la cara B de lo que se supone que debería pasar. Escasez de municiones, escasez de combustible, de apoyo, de comida, barro y una sensación de inseguridad, como de caminar sobre hielo. Quizá lo más aberrante de su historia militar en Afganistán fue el día que tuvieron que repostar y comprar comida cerca de Bala Murghab, en los confines de la provincia de Baghdis. El oficial al mando fue a un surtidor local y negoció el precio; allá fue el convoy a rellenar con gasoil del surtidor. “Acojonante. Luego, fuimos al súper –dice este ex cabo del Ejército con mucha sorna–, es decir, a los puestos de la calle a comprar arroz y harina para tener algo de comer en la vuelta, por si acaso, porque se nos habían acabado las raciones de contingencia y la comida que llevábamos cada uno”. El oficial al mando de la patrulla, un teniente, negocia los precios y saca los fajos de afganis (la moneda local) para pagar por unos sacos de arroz. “Al menos para lo de llenar los depósitos hicimos un poco de perímetro defensivo, porque era un líquido inflamable pero, vamos, por el pueblo, de compras...”.
La ruta que seguía la unidad de este ex militar, adscrito entonces a la Brigada Ligera Aerotransportable (BRILAT), es la denominada Ruta Lithium, la misma en la que fue asesinado en una emboscada el 1 de febrero el soldado John Felipe Romero. Se trata de una vía clave para mantener el control de la provincia que España se ha comprometido a reconstruir y proteger.
Iván pertenecía al mismo contingente que Idoia Rodríguez, la primera mujer militar muerta en acción. La sensación de inseguridad era otro de los martirios en la misión, de acuerdo con su testimonio. “Los niños –empieza a contar–, sí, muy simpáticos, pero cada dos por tres te salen con una pistola o un fusil de una esquina. Joder, serán de juguete, pero entre eso y que todo el mundo sabe los nombres cifrados de la base y de las patrullas, y la fecha exacta de nuestros relevos, pues te acojona”. El trabajo más arduo de las tropas españolas es mantener abierta la Ruta Lithium, de menos de 200 kilómetros, que transcurre por valles cerrados y puertos muy complicados y es desértica en su mayor parte. España ha invertido una importante cantidad de dinero en mantenerla abierta. Parte de los recursos han sido para mantener posiciones del ejército afgano (ANA) diseminadas hasta Bala Murghab. Otra de las rutas peligrosas es la que va hacia Gormach, en otro de los confines provinciales.
A las emboscadas, las penurias del terreno, hay que añadir otras, las del material. “No podíamos hacer muchos kilómetros seguidos. Los vehículos no aguantaban. Cuando no era un manguito, era la suspensión, las ballestas, la electrónica... Se paraba uno y había que detener el convoy”, explica Portela. Un oficial también veterano de estas patrullas corrobora su testimonio: “Planificábamos más la ruta pensando en dónde nos quedaríamos tirados y podrían venir a por nosotros que por razones tácticas. Era una pesadilla”.
“Nos decían: «Tranquilos, que si os quedáis tirados ya mandaremos a por vosotros», pero, ¡joder!, estábamos a dos días de camino de Bala Murghab. Si no nos llegaba ni la comida ni el combustible”. Las paradas eran tan reiteradas que la disciplina y la autoprotección se relajaban. “Las primeras veces vigilábamos los sectores, hacíamos perímetros de seguridad, controlábamos las cotas. Cuando se ha jodido un coche diez veces ya ni los oficiales llevan el casco puesto. Si vienen a por nosotros, nos zumban. Nada de seguridad: cero”. Un vídeo al que ha tenido acceso esta revista muestra a un sargento en medio de un convoy parado. Mira el reloj y dice: “Afganistán, 15,05 horas. El Ejército español desplegado, las cotas cercanas, a menos de 500 metros, controladas para que no nos den por culo. El pelotón en operatividad máxima”. En imagen, soldados sentados a la sombra de los vehículos, paseando, charlando sin casco ni armas: “Aburridos”, resume Iván.
Se trata de los Vehículos de Alta Movilidad Táctica (VAMTAC), bautizados como Rebecos. Su rendimiento en Afganistán se ha mostrado muy deficiente. El difunto teniente general Bernardo Álvarez del Manzano, al mando de las operaciones entonces, decidió que los BMR (Blindados Medios sobre Ruedas) fueran la espina dorsal del despliegue en lugar de los Rebecos, que siguen operando en la zona, no obstante. Ahora son los RG-31 Lince, antiminas y emboscadas, quienes deberían estar patrullando Afganistán. A pesar de que ya hay 14 en el terreno de operaciones, diversas fuentes hablan de los mismos problemas de fiabilidad que tenían los otros blindados.
“Para hacerse una idea –explica un comandante veterano de Afganistán–, los Hummer americanos tienen una velocidad de operación mínima de 60 kilómetros por hora. Esa era nuestra velocidad máxima en terrenos desfavorables con nuestros vehículos”. Algún VAMTAC ha tenido que ser destruido en el terreno porque era imposible recuperarlo. “Ahora hace gracia, pero entonces no tenía ninguna. Cuando había barrizales te decían: «Toma carrerilla, que pasa». Y nada, enfangados hasta arriba. Y las piezas rotas”, cuenta Iván.
Las patrullas transcurren la mayor parte de las veces por parajes desolados. Seis fusileros metidos en el carro, un tirador y el jefe asomados. Los pueblos son miserables; las montañas, monumentales. “Diez, doce horas ahí subido, con la 12,70, dan para darle vueltas a la cabeza”, explica Portela. “Lo peor es que miraba para abajo y yo, que era el arma principal de defensa, sólo llevaba siete cajas de munición y cinco cargadores para mi HK (el fusil de asalto de dotación de la Fuerzas Armadas). Con eso no tengo ni para diez minutos disparando. Si nos emboscan, estamos vendidos”. Cansancio, hambre y sensación de inseguridad no son buenas recetas. “La vida en la base era otra cosa. Allí al menos comes caliente, aunque también tengo mis dudas sobre la seguridad. Los empleados entraban y salían, veían nuestros papeles”.
La base española en Qala e Naw está situada en el centro de la población. Actualmente se está edificando otra en las afueras, de enormes dimensiones, 70 hectáreas, con todas las medidas de seguridad, que ha costado 44 millones de euros. El Ejército tiene dispuestos planes de evacuación de Qala e Naw en caso de un grave problema, para lo que fue necesario también asfaltar el aeropuerto. Barro, asfalto, piedras. No, Afganistán no es un camino de rosas.
Este relato de Iván Portela da cuenta de muchas de las cosas que pasan allí, en la cara B de lo que se supone que debería pasar. Escasez de municiones, escasez de combustible, de apoyo, de comida, barro y una sensación de inseguridad, como de caminar sobre hielo. Quizá lo más aberrante de su historia militar en Afganistán fue el día que tuvieron que repostar y comprar comida cerca de Bala Murghab, en los confines de la provincia de Baghdis. El oficial al mando fue a un surtidor local y negoció el precio; allá fue el convoy a rellenar con gasoil del surtidor. “Acojonante. Luego, fuimos al súper –dice este ex cabo del Ejército con mucha sorna–, es decir, a los puestos de la calle a comprar arroz y harina para tener algo de comer en la vuelta, por si acaso, porque se nos habían acabado las raciones de contingencia y la comida que llevábamos cada uno”. El oficial al mando de la patrulla, un teniente, negocia los precios y saca los fajos de afganis (la moneda local) para pagar por unos sacos de arroz. “Al menos para lo de llenar los depósitos hicimos un poco de perímetro defensivo, porque era un líquido inflamable pero, vamos, por el pueblo, de compras...”.
La ruta que seguía la unidad de este ex militar, adscrito entonces a la Brigada Ligera Aerotransportable (BRILAT), es la denominada Ruta Lithium, la misma en la que fue asesinado en una emboscada el 1 de febrero el soldado John Felipe Romero. Se trata de una vía clave para mantener el control de la provincia que España se ha comprometido a reconstruir y proteger.
Iván pertenecía al mismo contingente que Idoia Rodríguez, la primera mujer militar muerta en acción. La sensación de inseguridad era otro de los martirios en la misión, de acuerdo con su testimonio. “Los niños –empieza a contar–, sí, muy simpáticos, pero cada dos por tres te salen con una pistola o un fusil de una esquina. Joder, serán de juguete, pero entre eso y que todo el mundo sabe los nombres cifrados de la base y de las patrullas, y la fecha exacta de nuestros relevos, pues te acojona”. El trabajo más arduo de las tropas españolas es mantener abierta la Ruta Lithium, de menos de 200 kilómetros, que transcurre por valles cerrados y puertos muy complicados y es desértica en su mayor parte. España ha invertido una importante cantidad de dinero en mantenerla abierta. Parte de los recursos han sido para mantener posiciones del ejército afgano (ANA) diseminadas hasta Bala Murghab. Otra de las rutas peligrosas es la que va hacia Gormach, en otro de los confines provinciales.
A las emboscadas, las penurias del terreno, hay que añadir otras, las del material. “No podíamos hacer muchos kilómetros seguidos. Los vehículos no aguantaban. Cuando no era un manguito, era la suspensión, las ballestas, la electrónica... Se paraba uno y había que detener el convoy”, explica Portela. Un oficial también veterano de estas patrullas corrobora su testimonio: “Planificábamos más la ruta pensando en dónde nos quedaríamos tirados y podrían venir a por nosotros que por razones tácticas. Era una pesadilla”.
“Nos decían: «Tranquilos, que si os quedáis tirados ya mandaremos a por vosotros», pero, ¡joder!, estábamos a dos días de camino de Bala Murghab. Si no nos llegaba ni la comida ni el combustible”. Las paradas eran tan reiteradas que la disciplina y la autoprotección se relajaban. “Las primeras veces vigilábamos los sectores, hacíamos perímetros de seguridad, controlábamos las cotas. Cuando se ha jodido un coche diez veces ya ni los oficiales llevan el casco puesto. Si vienen a por nosotros, nos zumban. Nada de seguridad: cero”. Un vídeo al que ha tenido acceso esta revista muestra a un sargento en medio de un convoy parado. Mira el reloj y dice: “Afganistán, 15,05 horas. El Ejército español desplegado, las cotas cercanas, a menos de 500 metros, controladas para que no nos den por culo. El pelotón en operatividad máxima”. En imagen, soldados sentados a la sombra de los vehículos, paseando, charlando sin casco ni armas: “Aburridos”, resume Iván.
Se trata de los Vehículos de Alta Movilidad Táctica (VAMTAC), bautizados como Rebecos. Su rendimiento en Afganistán se ha mostrado muy deficiente. El difunto teniente general Bernardo Álvarez del Manzano, al mando de las operaciones entonces, decidió que los BMR (Blindados Medios sobre Ruedas) fueran la espina dorsal del despliegue en lugar de los Rebecos, que siguen operando en la zona, no obstante. Ahora son los RG-31 Lince, antiminas y emboscadas, quienes deberían estar patrullando Afganistán. A pesar de que ya hay 14 en el terreno de operaciones, diversas fuentes hablan de los mismos problemas de fiabilidad que tenían los otros blindados.
“Para hacerse una idea –explica un comandante veterano de Afganistán–, los Hummer americanos tienen una velocidad de operación mínima de 60 kilómetros por hora. Esa era nuestra velocidad máxima en terrenos desfavorables con nuestros vehículos”. Algún VAMTAC ha tenido que ser destruido en el terreno porque era imposible recuperarlo. “Ahora hace gracia, pero entonces no tenía ninguna. Cuando había barrizales te decían: «Toma carrerilla, que pasa». Y nada, enfangados hasta arriba. Y las piezas rotas”, cuenta Iván.
Las patrullas transcurren la mayor parte de las veces por parajes desolados. Seis fusileros metidos en el carro, un tirador y el jefe asomados. Los pueblos son miserables; las montañas, monumentales. “Diez, doce horas ahí subido, con la 12,70, dan para darle vueltas a la cabeza”, explica Portela. “Lo peor es que miraba para abajo y yo, que era el arma principal de defensa, sólo llevaba siete cajas de munición y cinco cargadores para mi HK (el fusil de asalto de dotación de la Fuerzas Armadas). Con eso no tengo ni para diez minutos disparando. Si nos emboscan, estamos vendidos”. Cansancio, hambre y sensación de inseguridad no son buenas recetas. “La vida en la base era otra cosa. Allí al menos comes caliente, aunque también tengo mis dudas sobre la seguridad. Los empleados entraban y salían, veían nuestros papeles”.
La base española en Qala e Naw está situada en el centro de la población. Actualmente se está edificando otra en las afueras, de enormes dimensiones, 70 hectáreas, con todas las medidas de seguridad, que ha costado 44 millones de euros. El Ejército tiene dispuestos planes de evacuación de Qala e Naw en caso de un grave problema, para lo que fue necesario también asfaltar el aeropuerto. Barro, asfalto, piedras. No, Afganistán no es un camino de rosas.
Resumiendo, el Ejército Español, ¿Nasíos pa matá ó nasíos pa morí?
by PI
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