El Yeti, Bigfoot o simplemente
Giganopithecus, el caso es que Jordi Magraner soñaba con encontrarse una
criatura tímida y peluda, de 170 centímetros de altura, ojos grandes,
pómulos marcados, boca sin labios y algo torpe en sus movimientos. A
quienes quisieron escucharle les contó que, en dos ocasiones, le
despertaron los aullidos de un animal que se había convertido en su
obsesión.«Es una mezcla del grito humano y el sonido de los chacales que
habitan en la zona, un sonido que ningún otro animal podría haber
provocado», dejó escrito en sus trabajos.
Tan cerca se creía el científico español de demostrar al mundo la existencia de ese eslabón perdido de los Neanderthal, que nadie pudo convencerle de que abandonara Pakistán ante el peligro inminente que corría su vida. Grupos musulmanes radicales paquistaníes habían puesto al zoólogo en el punto de mira de su campaña anticristiana, a pesar de su ateísmo y de que incluso ni sus allegados lo habrían reconocido cuando iba vestido como un miembro más de la tribu de los kalash.
Quince años antes, cuando visitó por primera vez los valles donde habita esta minoría politeísta, Magraner pensó que para llevar a buen puerto su proyecto debía vestir, hablar y seguir las costumbres de aquéllos que aseguraban haber visto al yeti. Se convirtió en uno más y aprendió a moverse por las montañas como lo hacían los pastores locales. Encontrar al yeti sólo iba a ser cuestión de tiempo.
La noticia de su asesinato en la remota región montañosa paquistaní de Chitral llegó el pasado domingo por sorpresa. Quienes le apuñalaron hasta la muerte seguramente desconocían que también ponían fin a esa loca idea que, para algunos, le había llevado a perder el juicio y, para otros, le había convertido en una eminencia de la criptozoología, el estudio de criaturas misteriosas jamás descubiertas.
Chitral quedará completamente aislada por las nieves en menos de un mes. Con 17 picos de más de 6.000 metros de altura, y apenas 11 habitantes por kilómetro cuadrado, el zoólogo eligió uno de los lugares más inaccesibles del planeta para llevar a cabo sus investigaciones. El pueblo kalash habita desde hace siglos en tres valles al norte de Pakistán: Birir, Bumburet y Rumbur.
Allí, en lo que se conoce como «el final del mundo», se encuentra la modesta pensión que el investigador había convertido en su vivienda y centro de operaciones. La policía encontró en su interior, junto al cadáver, el testamento científico de Magraner: cientos de documentos, informes y datos que le habían llevado a la conclusión de que en Chitral existía un homínido que había sobrevivido a la extinción de su especie. Los lugareños lo conocían por el nombre de Barmanu («el gran peludo»); él, simplemente como el «homínido de Chitral».
Junto a la mesilla de noche de Magraner se encontraron también las cintas de audio de decenas de entrevistas con lugareños que aseguraban haber avistado a la criatura. Uno de los testimonios que habían convencido al investigador era el de Purdum Khan, un pastor que aseguró haber visto al yeti cuando se encontraba vigilando a sus cabras a 3.500 metros de altitud, allá por el año 1977.
«De repente, sintió un mal olor, parecido al de un perro o un gato que
lleva muerto tres o cuatro días. El pastor vio a un hombre peludo, a
tres o cuatro metros de distancia. Lo estuvo observando durante dos
horas. Era un ejemplar joven, de entre 170 y 175 centímetros, estaba
sentado y comiendo con la postura de un musulmán», según la traducción
del relato que hizo el propio Jordi Magraner, que había aprendido el
chitralí para recoger con mayor exactitud los relatos de los habitantes
de las montañas.
Los detalles físicos aportados por el testigo describían una figura de músculos y pecho muy desarrollado, cubierta por pelos de hasta 10 centímetros de longitud, con una cara ancha, una larga barba, la nariz chata, largas cejas, cuello corto y piernas y brazos más largos que los de un hombre. El relato fue tan concreto -el pastor llegaba a asegurar que el órgano sexual de la bestia se encontraba en erección- que Magraner decidió recorrer valles y colinas, viajar de aldea en aldea y no parar hasta reunir otros 26 testimonios de personas que aseguraban haber visto al animal.
Tan cerca se creía el científico español de demostrar al mundo la existencia de ese eslabón perdido de los Neanderthal, que nadie pudo convencerle de que abandonara Pakistán ante el peligro inminente que corría su vida. Grupos musulmanes radicales paquistaníes habían puesto al zoólogo en el punto de mira de su campaña anticristiana, a pesar de su ateísmo y de que incluso ni sus allegados lo habrían reconocido cuando iba vestido como un miembro más de la tribu de los kalash.
Quince años antes, cuando visitó por primera vez los valles donde habita esta minoría politeísta, Magraner pensó que para llevar a buen puerto su proyecto debía vestir, hablar y seguir las costumbres de aquéllos que aseguraban haber visto al yeti. Se convirtió en uno más y aprendió a moverse por las montañas como lo hacían los pastores locales. Encontrar al yeti sólo iba a ser cuestión de tiempo.
La noticia de su asesinato en la remota región montañosa paquistaní de Chitral llegó el pasado domingo por sorpresa. Quienes le apuñalaron hasta la muerte seguramente desconocían que también ponían fin a esa loca idea que, para algunos, le había llevado a perder el juicio y, para otros, le había convertido en una eminencia de la criptozoología, el estudio de criaturas misteriosas jamás descubiertas.
Chitral quedará completamente aislada por las nieves en menos de un mes. Con 17 picos de más de 6.000 metros de altura, y apenas 11 habitantes por kilómetro cuadrado, el zoólogo eligió uno de los lugares más inaccesibles del planeta para llevar a cabo sus investigaciones. El pueblo kalash habita desde hace siglos en tres valles al norte de Pakistán: Birir, Bumburet y Rumbur.
Allí, en lo que se conoce como «el final del mundo», se encuentra la modesta pensión que el investigador había convertido en su vivienda y centro de operaciones. La policía encontró en su interior, junto al cadáver, el testamento científico de Magraner: cientos de documentos, informes y datos que le habían llevado a la conclusión de que en Chitral existía un homínido que había sobrevivido a la extinción de su especie. Los lugareños lo conocían por el nombre de Barmanu («el gran peludo»); él, simplemente como el «homínido de Chitral».
Junto a la mesilla de noche de Magraner se encontraron también las cintas de audio de decenas de entrevistas con lugareños que aseguraban haber avistado a la criatura. Uno de los testimonios que habían convencido al investigador era el de Purdum Khan, un pastor que aseguró haber visto al yeti cuando se encontraba vigilando a sus cabras a 3.500 metros de altitud, allá por el año 1977.
Los detalles físicos aportados por el testigo describían una figura de músculos y pecho muy desarrollado, cubierta por pelos de hasta 10 centímetros de longitud, con una cara ancha, una larga barba, la nariz chata, largas cejas, cuello corto y piernas y brazos más largos que los de un hombre. El relato fue tan concreto -el pastor llegaba a asegurar que el órgano sexual de la bestia se encontraba en erección- que Magraner decidió recorrer valles y colinas, viajar de aldea en aldea y no parar hasta reunir otros 26 testimonios de personas que aseguraban haber visto al animal.
Su familia recuerda cómo, con la ayuda de un colaborador suyo, llegó a
fabricar moldes de las huellas de Barmanu gracias a trazas aisladas
encontradas en el barro y en la nieve. Pero las dificultades técnicas y
materiales de trabajar en el norte de Pakistán entorpecían aún más la ya
de por sí difícil empresa en que el constante Magraner se había
embarcado. Fuentes cercanas al explorador español reconocen que «sus
estudios no progresaban mucho».
Llamaba a las puertas de los lugareños, armado siempre con las mismas y sempiternas 63 preguntas sobre el físico del animal, y después mostraba dibujos de yetis, monos, osos, humanos prehistóricos y diferentes hombres salvajes en un intento de dar con la imagen exacta de lo que estaba buscando. «Las respuestas, incluso entre lugareños que no se conocían y vivían separados, guardan una similitud indiscutible», escribió asombrado.
La obsesión por el Hombre de las nieves de este español, de 35 años y afincado en Valence, Francia, había comenzado mucho antes, a mediados de los años años 80, mientras trabajaba en el estudio de diferentes especies de anfibios en el Museo de Historia Natural de París. Un compañero le prestó un cierto día el libro El hombre de Neanderthal todavía vive, de Bernard Heuvelmans y Boris Porshne (1974), y su vida cambió para siempre. La obra, que describe la existencia de diferentes yetis en lugares del mundo que abarcan desde Mongolia a Kazajistán, generó en él el mismo efecto que los libros de caballería en Don Quijote.
Los dos años siguientes los pasó leyendo y devorando todo lo que pudo sobre las criaturas que habían captado su atención.Al mismo tiempo, minuciosamente, iba reuniendo todo el dinero necesario para realizar una primera expedición a Pakistán. Corría el año 1987.
El impacto que aquel primer viaje tuvo en él lo cuenta su hermano Andrés: «Vino enamorado de esa tierra, de esa gente, de cómo vivían y del trabajo que había iniciado».
Jordi Magraner regresó convencido de la existencia de Barmanu, creó la Asociación Trogloditas con sede en la vivienda familiar de Valence (Francia) y comenzó a buscar financiación para seguir su rastro en los valles de Chitral, hasta el final de sus días si era necesario. Una segunda expedición, entre enero y octubre de 1990, le reafirmó en su idea de que si quería dar con el yeti, debía vivir allí donde se ocultaba. Hizo las maletas y dos años después se instaló definitivamente con los kalash.
Llamaba a las puertas de los lugareños, armado siempre con las mismas y sempiternas 63 preguntas sobre el físico del animal, y después mostraba dibujos de yetis, monos, osos, humanos prehistóricos y diferentes hombres salvajes en un intento de dar con la imagen exacta de lo que estaba buscando. «Las respuestas, incluso entre lugareños que no se conocían y vivían separados, guardan una similitud indiscutible», escribió asombrado.
La obsesión por el Hombre de las nieves de este español, de 35 años y afincado en Valence, Francia, había comenzado mucho antes, a mediados de los años años 80, mientras trabajaba en el estudio de diferentes especies de anfibios en el Museo de Historia Natural de París. Un compañero le prestó un cierto día el libro El hombre de Neanderthal todavía vive, de Bernard Heuvelmans y Boris Porshne (1974), y su vida cambió para siempre. La obra, que describe la existencia de diferentes yetis en lugares del mundo que abarcan desde Mongolia a Kazajistán, generó en él el mismo efecto que los libros de caballería en Don Quijote.
Los dos años siguientes los pasó leyendo y devorando todo lo que pudo sobre las criaturas que habían captado su atención.Al mismo tiempo, minuciosamente, iba reuniendo todo el dinero necesario para realizar una primera expedición a Pakistán. Corría el año 1987.
El impacto que aquel primer viaje tuvo en él lo cuenta su hermano Andrés: «Vino enamorado de esa tierra, de esa gente, de cómo vivían y del trabajo que había iniciado».
Jordi Magraner regresó convencido de la existencia de Barmanu, creó la Asociación Trogloditas con sede en la vivienda familiar de Valence (Francia) y comenzó a buscar financiación para seguir su rastro en los valles de Chitral, hasta el final de sus días si era necesario. Una segunda expedición, entre enero y octubre de 1990, le reafirmó en su idea de que si quería dar con el yeti, debía vivir allí donde se ocultaba. Hizo las maletas y dos años después se instaló definitivamente con los kalash.
Recorrió las montañas recogiendo excrementos, cuyo estudio determinó la
presencia de tres especies de parásitos intestinales que no eran
conocidas por la ciencia, «lo que demuestra que su anfitrión también es
igual de desconocido». Junto con otros investigadores franceses, reunió
cabellos que atribuyeron rápidamente al eslabón perdido que andaban
buscando. Cada pista le acercaba un poco más hasta Barmanu.
Lo que había comenzado como una mera curiosidad científica se había convertido en un sinvivir, un flechazo pasional hacia un animal que todavía no había logrado ver con sus propios ojos, pero de cuya existencia ya no tenía dudas. A quienes le ridiculizaban diciendo que estaba buscando al abominable Hombre de las nieves, les respondía con gesto muy serio que no había nada abominable en lo que esperaba poder mostrar muy pronto al mundo entero.«Estos seres no tienen un carácter terrible, más bien al contrario, pues son muy tímidos y un ruido es suficiente para conseguir que echen a correr».
Los yeti son simios escindidos de la cadena evolutiva humana hace millones de años y pertenecen a la rama de los Neanderthal.Hay textos clásicos, firmados por Lucrecio y Plinio, que hacen alusión a hombres poderosos, de cabeza hundida y cejas huesudas, que habitan en lugares casi inaccesibles. Plinio los ubica en el norte de África. Pero lo realmente curioso es que estas alusiones (junto con otros documentos pictóricos que los reflejan) datan de mucho antes de 1856, momento en que se descubrieron los primeros fósiles de estos gigantes en las proximidades de Neander (Alemania).
La búsqueda de homínidos desconocidos se ha basado siempre en los testimonios de las gentes de lugares remotos. Gobiernos como el soviético organizaron en el pasado costosas expediciones para tratar de encontrar algún ejemplar y diferentes equipos científicos iniciaron desde principios del siglo XX una loca carrera que todavía continúa: una pugna por ser los primeros en encontrar al Hombre de las nieves. Hasta ahora, todos han fracasado en su intento.
Magraner creía, en cambio, que iba a tener mejor suerte por dos razones: la región que había elegido no había sido investigada antes a fondo y algunas de esas montañas tenían todas las cualidades para haberse convertido en el escondite del hombre prehistórico.No le desanimaba que el 90% de los testimonios de personas que aseguraban haberlo visto se hubieran producido hace más de 30 años. «Está ahí fuera, lo sé», aseguraba.
Muy de vez en cuando dejaba sus estudios sobre el terreno y se iba a la capital paquistaní de Islamabad, donde se movía, sobre todo, entre la comunidad francesa. Magraner se había convertido en una eminencia entre los centenares de investigadores que buscan al yeti en decenas de remotos lugares del mundo. Sus trabajos circulaban en Internet, sus colaboraciones se habían publicado en la revista francesa 3ème Millénaire y la cadena de televisión francesa Arte había emitido en 1998 un reportaje de 52 minutos sobre sus expediciones. A juicio de sus compañeros se trataba del más riguroso científico en su campo, un hombre siempre empeñado en restar mitología y ciencia ficción a la criptozoología para que ésta ocupase un verdadero peldaño en la pirámide científica y fuese respetada.
Juan José Giner, el más veterano de los españoles residentes en Pakistán y consejero comercial de la embajada, es uno de los pocos que conocían al científico asesinado desde su llegada al país asiático. «Lo conocí en su primer viaje. Estaba muy centrado en su trabajo y de vez en cuando venía por Islamabad. En una ocasión, hace un par de años, me dejó un informe con sus investigaciones y dibujos sobre el yeti. Estaba muy ilusionado», recuerda Giner.
El genuino espíritu aventurero de Jorge Federico Magraner Gómez le venía de familia. Su padre, un republicano valenciano nacido en Cullera, se exilió en los años 60 a Marruecos -de ahí que Jordi naciera en Casablanca- y más tarde a Francia, en la ciudad de Valence, cerca de Lyon, donde ahora reside su familia.
Jordi hacía más bien una labor humanitaria en la zona y tenía un cariño
muy especial a la minoría kalash. Según contaba, era gente que vivía
«como nosotros en la época de íberos o celtas», recuerda su hermano
Andrés.
El científico se había ganado enemigos sin saberlo. La zona de Chitral es mayoritariamente musulmana y los kalash son vistos con recelo y a menudo atacados precisamente por ser politeístas.
Los extremistas han declarado la guerra a todos los occidentales que viven o visitan Pakistán con una serie de atentados en iglesias, consulados y hoteles, y Magraner era un objetivo fácil al encontrarse solo en un lugar inhóspito y sin apenas policía. «Le habíamos advertido que se tenía que marchar cuanto antes porque iban a por él», decía esta semana uno de los agentes. Las autoridades creen, sin embargo, que alguien se adelantó a las intenciones de los extremistas.
La policía busca como principales sospechosos al ciudadano afgano Mohammad Deen y al ayudante de Magraner, Asif Ali, que podrían haber huido a la vecina Afganistán. El ordenador y otros objetos robados han sido encontrados en la vivienda de uno de los fugitivos.
«En sus mensajes no contaba nunca que tuviera enemigos, sólamente narraba los problemas que atravesaba el país y aseguraba que era un polvorín, pero en su zona siempre decía que iba todo muy bien», se lamenta ahora su hermano Andrés.
Lo que había comenzado como una mera curiosidad científica se había convertido en un sinvivir, un flechazo pasional hacia un animal que todavía no había logrado ver con sus propios ojos, pero de cuya existencia ya no tenía dudas. A quienes le ridiculizaban diciendo que estaba buscando al abominable Hombre de las nieves, les respondía con gesto muy serio que no había nada abominable en lo que esperaba poder mostrar muy pronto al mundo entero.«Estos seres no tienen un carácter terrible, más bien al contrario, pues son muy tímidos y un ruido es suficiente para conseguir que echen a correr».
Los yeti son simios escindidos de la cadena evolutiva humana hace millones de años y pertenecen a la rama de los Neanderthal.Hay textos clásicos, firmados por Lucrecio y Plinio, que hacen alusión a hombres poderosos, de cabeza hundida y cejas huesudas, que habitan en lugares casi inaccesibles. Plinio los ubica en el norte de África. Pero lo realmente curioso es que estas alusiones (junto con otros documentos pictóricos que los reflejan) datan de mucho antes de 1856, momento en que se descubrieron los primeros fósiles de estos gigantes en las proximidades de Neander (Alemania).
La búsqueda de homínidos desconocidos se ha basado siempre en los testimonios de las gentes de lugares remotos. Gobiernos como el soviético organizaron en el pasado costosas expediciones para tratar de encontrar algún ejemplar y diferentes equipos científicos iniciaron desde principios del siglo XX una loca carrera que todavía continúa: una pugna por ser los primeros en encontrar al Hombre de las nieves. Hasta ahora, todos han fracasado en su intento.
Magraner creía, en cambio, que iba a tener mejor suerte por dos razones: la región que había elegido no había sido investigada antes a fondo y algunas de esas montañas tenían todas las cualidades para haberse convertido en el escondite del hombre prehistórico.No le desanimaba que el 90% de los testimonios de personas que aseguraban haberlo visto se hubieran producido hace más de 30 años. «Está ahí fuera, lo sé», aseguraba.
Muy de vez en cuando dejaba sus estudios sobre el terreno y se iba a la capital paquistaní de Islamabad, donde se movía, sobre todo, entre la comunidad francesa. Magraner se había convertido en una eminencia entre los centenares de investigadores que buscan al yeti en decenas de remotos lugares del mundo. Sus trabajos circulaban en Internet, sus colaboraciones se habían publicado en la revista francesa 3ème Millénaire y la cadena de televisión francesa Arte había emitido en 1998 un reportaje de 52 minutos sobre sus expediciones. A juicio de sus compañeros se trataba del más riguroso científico en su campo, un hombre siempre empeñado en restar mitología y ciencia ficción a la criptozoología para que ésta ocupase un verdadero peldaño en la pirámide científica y fuese respetada.
Juan José Giner, el más veterano de los españoles residentes en Pakistán y consejero comercial de la embajada, es uno de los pocos que conocían al científico asesinado desde su llegada al país asiático. «Lo conocí en su primer viaje. Estaba muy centrado en su trabajo y de vez en cuando venía por Islamabad. En una ocasión, hace un par de años, me dejó un informe con sus investigaciones y dibujos sobre el yeti. Estaba muy ilusionado», recuerda Giner.
El genuino espíritu aventurero de Jorge Federico Magraner Gómez le venía de familia. Su padre, un republicano valenciano nacido en Cullera, se exilió en los años 60 a Marruecos -de ahí que Jordi naciera en Casablanca- y más tarde a Francia, en la ciudad de Valence, cerca de Lyon, donde ahora reside su familia.
El científico se había ganado enemigos sin saberlo. La zona de Chitral es mayoritariamente musulmana y los kalash son vistos con recelo y a menudo atacados precisamente por ser politeístas.
Los extremistas han declarado la guerra a todos los occidentales que viven o visitan Pakistán con una serie de atentados en iglesias, consulados y hoteles, y Magraner era un objetivo fácil al encontrarse solo en un lugar inhóspito y sin apenas policía. «Le habíamos advertido que se tenía que marchar cuanto antes porque iban a por él», decía esta semana uno de los agentes. Las autoridades creen, sin embargo, que alguien se adelantó a las intenciones de los extremistas.
La policía busca como principales sospechosos al ciudadano afgano Mohammad Deen y al ayudante de Magraner, Asif Ali, que podrían haber huido a la vecina Afganistán. El ordenador y otros objetos robados han sido encontrados en la vivienda de uno de los fugitivos.
«En sus mensajes no contaba nunca que tuviera enemigos, sólamente narraba los problemas que atravesaba el país y aseguraba que era un polvorín, pero en su zona siempre decía que iba todo muy bien», se lamenta ahora su hermano Andrés.
Para los kalash, que consideraban al científico casi como un dios, el hallazgo de su cadáver se ha convertido en una tragedia nacional. Se le enterró con los más altos honores de la tribu y su familia, residente en Francia, por respeto, decidió no repatriar por ahora el cadáver. «Que sea enterrado con sus amigos los kalash, como había expresado en su última voluntad», decía el fax enviado a la policía local.
La búsqueda del «homínido de Chitral» podría haber llegado a su fin con su desaparición. El investigador había logrado el imposible de implicar a centros de investigación en la financiación de sus estudios y tenía el prestigio suficiente para mantener ese apoyo.
La Asociación Trogloditas agoniza ahora ante la falta de liquidez.Atrás han quedado los sueños del fallecido y los planes que tenía preparados para el Giganopithecus una vez hubiera cumplido su ilusión de dar con él. No iba a encerrarlo en un zoológico, ni tampoco trasladarlo a Europa para asombro de la comunidad científica y del mundo. En su lugar, tenía previsto «dejarlo vivir en su hábitat» y encargarse personalmente de su conservación, lejos de la rapacidad de la Humanidad. Ninguno de los dos, ni Barmanu ni el propio Magraner, habría dejado su vida junto a los kalash, allí donde se acaba el mundo.
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